Había pasado casi todo un año cuando decidí continuar con las series de Marvel. No había oído buenos comentarios sobre Luke Cage, así que empecé a ver Iron Fist. Me enganchó desde el primer momento; el capítulo que iniciaba la temporada me fascinó. Dado por muerto años atrás, Danny Rand reaparece en Nueva York, con el objeto de recuperar la compañía de su familia. Sin embargo, tendrá que enfrentarse a una siniestra organización conocida como La mano, de la que parece tener el control Madamme Gao. Finalmente, y tras una dura batalla, Rand se verá conminado a regresar a la ciudad perdida de K'un Lun, de la que es protector.
Lo que empezó por entusiasmarme, fue desinflándose poco a poco hasta el punto de llegar al desinterés. La evolución de la primera temporada de Iron Fist podría describirse como una campana de Gauss inversa. Arranca bastante bien y, tras dos o tres capítulos, comienza a aburrir hasta remontar levemente al término de la temporada.
Tras conocer a Murdock, Jones y Rand, y pese a los comentarios negativos que había oído de esta serie, decidí darle una oportunidad a Luke Cage, al que ya conocía de algunos capítulos de Jessica Jones. Nacido en la década de los años sesenta, durante el apogeo del blaxplotation, Luke Cage me ha resarcido tras la decepción que me supuso su compañero del puño de hierro. A ritmo de hip hop y jazz, Cage, ahora huido de la justicia, intenta rehacer su vida en Harlem cuando se cruzan en su camino Cottonmouth y Mariah Dillard. El primero, dueño de un club nocturno y jefe del crimen; ella, prima de éste y política local, que acaba mezclada en los turbios negocios de Cottonmouth.
El primer capítulo, La hora de la verdad, me enganchó; la música, el color, la ambientación... Sin embargo, al igual que sus predecesoras tiene sus altos y bajos. Aún así, hice bien en darle esa oportunidad porque, a diferencia de Iron Fist, Luke Cage mantiene un ritmo irregularmente constante y, cuando parece que no tiene nada nuevo que ofrecerte, un giro de guión te invita a continuar adelante, aunque para ello haya que volver hacia atrás.
Empecé a ver la segunda temporada de Daredevil, habiéndose estrenado ya la tercera. Si, hasta la fecha, Daredevil era una de mis favoritas, el arranque de esta temporada no me dejó indiferente. Dejando de lado la impresionante pelea, rodada como un plano secuencia de 5 minutos, que me dejó con la boca abierta, quizá lo único que no me gustó mucho fue que aquí ya vemos a Matt Murdock con la habitual indumentaria rojo infierno de Daredevil.
Sé que los puristas podrán recriminarme esta crítica. Sin embargo, el ver a Murdock, vestido todo de negro y tomando prestada la venda de la dama de la justicia para ocultar sus ojos, hacía que, pese al carácter fantástico de las habilidades perceptivas del personaje, lo viera como un mero héroe; un simple mortal que, sin los artificios típicos de los superhéroes de cómic, decide combatir la injusticia por su propia mano. Sea como fuere, me ha sido imposible dosificar los capítulos de una temporada que ha ido in crescendo y que nos presenta a dos nuevos personajes: Elektra y Frank Castle, The Punisher, o el castigador.
Cabe señalar que la ambientación de cada serie identifica a cada personaje con un color. Si bien, para Daredevil, el diablo de la cocina del infierno, es el color rojo, Jessica Jones se mueve entre el azul purpúreo, Iron Fist en el verde y Luke Cage en el amarillo.
En menos de una semana devoré los 13 capítulos y comencé con, ahora si, The Defenders que, si por muchos fue calificada como un bluff, a mi me ha parecido de una calidad estupenda, con un argumento sólido y una ambientación que juega con las sombras y los colores principales de cada personaje, amén de los secundarios y la maravillosa Sigourney Weaver, que da vida a Alexandra, una elegante y enigmática villana, que parece llevar las riendas de La mano.